miércoles, 11 de junio de 2008

Un niño encuentra un ave herida y la lleva a su hogar para que se recupere. El niño quiere liberar al pájaro, pero éste no puede volar, y necesita cuidados. Durante los días subsiguientes, el ave ocupa la mente del niño casi en su totalidad, apreciando el significado de su existencia, y velando por su bien. El ave es ahora tratada como una pieza preciosa que promueve cuidados y genera preocupaciones. El niño debe irse y no puede estar cuidando al ave las veinticuatro horas del día, por lo que contempla la construcción de una jaula. El pequeño se ve despertado por el canto del ave todas las mañanas, luego se fue acostumbrado, hasta que el pájaro no despertó más al niño. Ocurre un día que el niño escucha a su madre emitir un grito ahogado lleno de pesar y desesperación.
"Qué sucede, madre?" Pregunta el niño
"El ave" alcanza a decir la madre.

Entonces el niño, sumido en una profunda pena, entierra al pájaro, reflexionando, muchos años después:

"Muchos días pasaron, y yo sólo pensaba en mi pájaro, he olvidado dónde lo he enterrado, pero eso no importa, jamás olvidaré a mi ave, cuya lápida eregí en mi corazón"

El niño se acostumbra al pájaro, a su existencia, a su presencia, como uno se acostumbra a salir a la calle y ver el cielo, y las estrellas bailando con la luna, al verde de los árboles, al canto del viento, y tan acostumbrados estamos a contar con ellos, que dejamos de verlo.

El niño está más interesado en la comida que prepara su madre. Cuando recuerda al pájaro es demasiado tarde, y la muerte lo despierta. En vida el niño no pensaba en el pájaro, ahora si, en la muerte lo recuerda y levanta una lápida eterna para el ave.

El problema es querer apresar la felicidad, tomarla, enjaularla y retenerla, archivarla y almacenarla indefinidamente, convertirla en una lápida.

Vivir es vibrar con la vida.

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